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La historia de una puerta

30 junio, 2020 carmen Sin categoría

Es curiosa la manera en la que nos relacionamos con aquello que sucede tras la muerte. Lo que pasa cuando nos toca vivirlo. Y es que esa incapacidad de relacionarnos con lo desconocido nos lleva en muchas ocasiones a escuchar lo que nos dicen desde fuera ignorando lo que nos pasa por dentro.

De hecho , sucede, que estás tan perdido y es tan difícil sostener nuestro dolor que los de nuestro alrededor tienen cierta prisa por conectarnos a la vida de nuevo. “Venga, el querría verte bien”. Y como la gente que te quiere te dice eso tú te conectas. Y vuelves, al trabajo, a las salidas, al ritmo frenético… y con el volumen bien alto, que no puedas oírte.

Inhibiendo en muchas ocasiones lo que necesitaba ser expresado. Cortando ciclos que aún no habían terminado.

Los duelos inhibidos son más comunes de los que creemos y de repente alguna situación con elementos parecidos despierta el mismo dolor. Y no entendemos nada. Y esto que duele tanto qué es y de dónde viene.

Y a veces hay que volver. Al lugar del que nos fuimos corriendo.
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Hoy os contamos una historia. De vueltas. De magdalenas. De muerte y casas viejas:

Hasta el último día de su vida mi abuelo guardó las llaves de la que había sido su casa. La casa que había compartido con sus padres y hermanos. Casa que yo siempre conocí deshabitada  y en ruinas. Aunque estoy convencida que el nunca la vio así. 

Cuando daba el paseo de la tarde solía escabullirse e ir allí. A mi siempre me enfadaba cuando me lo proponía. Me enfadaba porque para mi era la casa más peligrosa del mundo. Y me parecía incomprensible que quisiese ir a esa casa sin vida y sin seguridad. La casa rugía y yo no podía estar allí sin mirar cada uno de los peligros que nos rodeaban. Pero supongo que sobre todo me enfadaba mi incapacidad para decirle que no. 

Allí el escondía magdalenas  (comer azúcar a los 90 sin que nadie te regañe es deporte de riesgo). Llegaba, se sentaba en un conjunto de piedras, se las comía y me contaba los recuerdos que guardaba en esa casa. 

“Esta puerta separaba la cocina de la sala de estar” – Explicaba.  “Mi madre cerraba la puerta, cantaba y de vez en cuando se asomaba por aquí. Esto era un cristal , nos sonreía. Ella sonreía siempre. Y acababa dedicándonos alguna estrofa.” “La recuerdo como si fuese ayer” –  dijo. 

Un día se levantó y se puso a mover esa puerta que nadie movía desde antes de cristo. Yo entré en un momento drama queen de VAMOS A MORIR SEPULTADOS Y NOS VAN A ENCONTRAR RODEADOS DE MAGDALENAS. Pero el seguía y me dijo: “Ponte ahí, detrás de la puerta”. 

Lo hice. 

El alzó los brazos y con sus manos hizo la forma de un cuadrado.  Guiñó un ojo y dijo “click, foto, te tengo. Igualita que ella.”. 

Mi abuelo falleció. Y me incorporé a la vida. Como hacemos todos. Quizá demasiado rápido. «Es un abuelo, es normal», te dices. Y sigues.

Pero no podía seguir del todo.

A los meses pasó otra cosa y conecté con todo ese dolor. Y con un poco de trabajo personal entendí el significado de esa casa y lo que él encontraba allí. Las necesidades no cubiertas tras la muerte , tras la perdida las cubría entre esas cuatro paredes. Allí esas necesidades se cubrían. Allí podía conectar con ella. Lo entendí tanto que solo necesité unos días para volver a ese lugar, a esa casa. Supe que sería la última vez. La casa acabaría por derrumbarse sin él y los escasos cuidados que le daba. Busqué y quedaba una magdalena. Me senté en su sitio y vi la puerta y dije: “Yo también te recordaré siempre ahí haciéndome fotos falsas , abuelo. Y ahora entiendo lo que sentías. Voy a echarte de menos. Y la vida sin ti, será, yo qué se, pues otra cosa. Te iré contando”. 

Llamé a mi padre. “Papá estoy en la casa abandonada del abuelo, aquí hay una puerta y yo me la quiero llevar”. Benditos padres que dicen sí y no preguntan. Porque a ver quién explicaba todo esto.  

Perder a alguien a quien queremos siempre deja un huequito que no se rellena. Yo siempre digo a mis pacientes que vivimos un proceso, no un progreso. Porque no vamos a progresar. Porque no se trata de ser mejores tras la perdida. Todos preferiríamos ser peores, pero estar ahí, comiendo magdalenas. Y esto solo lo he aprendido perdiendo. Porque es un huequito que siempre será de alguien. Como un molde a medida en el cual no cabe nada, ni nadie más. 

Pero a veces el dolor es demasiado intenso, los duelos se enquistan y aunque las personas se hayan ido seguimos aferradas a ellas sin poder soltarlas. No lo leí en ningún libro pero he trabajado con muchos pacientes volviendo a sus clicks mentales. A esas fotos mentales que guardaremos siempre. 

Porque nos enseñan a que tras la muerte está la nada. Pero no es verdad. Podemos cerrar los ojos y viajar a esos sitios. Porque la memoria puede ser utilizada.

Es en esos lugares donde podemos despedirnos como queremos y necesitamos. Dónde podemos explicarnos cuando no llegamos a tiempo. Donde podemos crear sensaciones nuevas sin envolverlas de tanto sufrimiento. 

La muerte entre magdalenas duele menos.  

Y aquí la famosa puerta. Ya restaurada y en casa. Después de muchas generaciones. Donde alguien cantó y alguien lloró recordando el canto.

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