«Cuando la armadura desaparezca y estéis bien, sentiréis el dolor de los otros también”
El Caballero de la Armadura Oxidada.
No se sabe exactamente cuándo nos pusimos la coraza. Los motivos son innumerables. Sin embargo, la razón común a todos es nuestro querido amigo el dolor. En concreto el miedo al dolor. Miedo a que nos hagan daño, miedo a sentir, miedo a la vida.
A menudo solemos mostrarnos invulnerables para protegernos, para evitar en la medida de lo posible que nos hagan daño o para defendernos en esos momentos en los que se muestra nuestra cara más sincera. Evitamos mostrar nuestros sentimientos, pensamientos, emociones, miedos y solo mostramos aquello que nos hace sentir seguros, pero ¿ocultarlo significa que vaya a desaparecer?… Todo lo contrario… nuestro malestar no solo no desaparece, sino que se acumula e incrementa.
Mientras nos vamos colocando nuestra coraza, conforme vamos dando vueltas a las bandas de escayola nos vamos conformando. Bajamos el listón a nuestra vida y nos quedamos en la zona de confort. Pero seguimos dando tumbos, seguimos sintiéndonos heridos, así que terminamos por crear una pieza hermética y dura que nos contenga ante los asaltos. Un muro que rebote todos los dardos. Y, amurallados, empezamos a andar. Nadie puede ver lo que hay al otro lado, nadie puede acceder, estamos bien protegidos.
La coraza que usamos para protegernos impide que se vea lo que hay detrás. Impide que podamos centrarnos en desarrollar un nivel de confianza en nosotros mismos, lo suficientemente potente, para expresar abiertamente nuestros puntos de vista u opiniones. Nos mostramos como guerreros, duros e invulnerables, y construimos una barrera de hormigón alrededor de nuestras emociones. ¡Tenemos que ser fuertes! Somos muy duros con nosotros mismos, sobre todo cuando no nos permitimos hacer o sentir determinadas cosas.
Hasta que un día te das cuenta que te has convertido en el muro. Eres la propia coraza. Ya no hay nada del otro lado. Ya no lates. Y empiezas a preguntarte dónde estás, dónde está tu esencia, quién eres y por qué ya no te sientes ligero y libre. Empiezas a echar algo de menos pero eres incapaz de recordar qué era. Crees que eres casi inmune al dolor… también te sientes incapaz de disfrutar de cualquier otra cosa.
La vulnerabilidad nos conecta con aquello que no nos gusta enseñar, la parte más íntima de cada uno, llena de emoción, inseguridad y limitaciones. No es nada fácil mostrar esa cara, nadie nos ha enseñado cuando y como mostrarnos vulnerables, pero admitirse de tal manera implica poder apreciar la vida, nuestra vida, tal y como es, empezar a querernos tal y como somos, y perder el miedo a equivocarnos.
Puede que estés acostumbrado a que la gente adivine aquello que necesitas o quizá tengas miedo a reconocer que necesitas algo o a que rechacen tus peticiones. Pedir también supone reconocer que somos vulnerables y que ni lo sabemos todo, ni lo podemos todo.
Ser vulnerable no significa ser débil. Solo alguien realmente fuerte puede permitirse mostrar su fragilidad. La vulnerabilidad es la puerta del aprendizaje. Asumir como somos y que nos queda mucho por aprender, es un signo de sabiduría que nos permite obtener de la vida lo que merecemos, aprender cada día, adaptarnos a los cambios, aceptarnos y aceptar a los demás.
A continuación, comparto con vosotros el testimonio de alguien que logró quitarse su coraza:
“Ahora sé que los abrazos curan.
Volvía en el tren de las cuatro, y las casi tres horas que duró el trayecto estuve llorando. Habían pasado años desde mi última lágrima. Y supe que las corazas empiezan a quitarse de la misma forma en que te las colocaste, casi sin saber cómo, pero ocurre. No lloraba por mi vida o lo que hubiera pasado en ella, no lloraba tampoco por nadie. Lloraba porque me había dado cuenta.
El darse cuenta duele siempre, pero es la única forma de reconectar. Y si era capaz de llorar significaba que era capaz de sentir otra vez.
Ante el peligro hay defensa. Atacamos o huimos. Creamos mecanismos de defensa que nos permiten sobrevivir y afrontar. Y en un momento dado es lo mejor, posibilita el avance. Lo ridículo es mantener la defensa cuando no hay ningún peligro. Uno sigue apostado en su trinchera cuando la guerra ya ha terminado. Y por eso lloré, por todo lo que me había perdido mientras me mantenía ocupada levantando mi pared.
¿Qué sentido tiene vivir con una coraza? ¿Cómo somos capaces de convertirnos en nuestro propio enemigo y negarnos la experiencia? ¿Acaso no hemos sobrevivido a cualquier dolor? ¿Acaso no nos ha reportado tanto aprendizaje cada experiencia? ¿No nos hemos vuelto más fuertes y más sabios? ¿No evolucionamos como personas después de cada naufragio?…Lo que nos salva es amar la vida, no evadirla. Lo que nos salva está en nosotros, no fuera.”
Increíblemente buena esta entrada. Me gusta mucho tu blog!
Muchas gracias Sara!