“No me gusta pensar en eso porque me duele, me mortifica, me angustia…pero en verdad está más presente en mí de lo que quisiera. He tomado o dejado de tomar decisiones que tal vez me beneficiaban motivado por este sentimiento. No en pocas ocasiones me descubro a mi mismo recordando dolorosamente y con profunda rabia los hechos, arruinando así momentos de tranquilidad y de alegría. Otras veces, he inducido a mi familia y amigos a que compartan ese odio que les es ajeno y que no entienden y que además va en contra de mis principios y valores… ¡cuánto tiempo de mi vida he dedicado a ese dolor que no quiero!…y…¿qué es lo que realmente quiero? Que la otra persona, mi “agresor”, sienta lo que yo siento. Que sufra lo que yo sufro. Y lo que sucede es que, mientras más acentúo mi dolor, más sufro yo y más sufren los míos, y la otra persona… a veces ni se entera o, si se entera, a lo mejor ya tiene demasiado con sus propias penas, con sus propias confusiones, con su propia amargura. Lo cierto es que las cosas no salieron como yo quería. Ahora tengo dos opciones: o seguir dedicando mi vida a lo que no que no quiero recordar o aprender a perdonarme y perdonar. Es muy probable que esa persona no se portara así por primera vez contigo. Seguramente hubo otras veces que actuó de la misma manera y, de alguna forma, sabías que iba a pasar lo que pasó. Por eso debes perdonarte. Parte de lo sucedido es tu responsabilidad por haber esperado, que contigo, fuera diferente. Con el resentimiento, quién se tortura eres tú y no el otro.”
Cuando sentimos resentimiento tendemos a pensar que la otra persona se va a ver afectada, sin embargo, la paradoja es que el resentimiento es una de esas victorias engañosas que funcionan como un bumerán, es decir, que se devuelve contra el que lo lanza. El dolor que esperamos causarle al otro lo estamos recibiendo nosotros. Quién está resentido con otro, sabotea poco a poco su relación porque, a partir de su herida, aplica una forma intransigente y a veces injusta para juzgar lo que la otra persona hace o deja de hacer. Ya no tiene la flexibilidad, la comprensión y la buena voluntad que teníamos antes hacia esa persona. Ahora, debido a la herida, nos convertimos en enemigos y ya no estamos dispuestos a disculpar nada.
Cuando las cosas llegan a ese punto, lo único que nos parecería aceptable sería que el otro se diera cuenta de “lo que nos hizo”, incluso a veces pretendemos que esto suceda sin decírselo directamente, que nos presentara sus disculpas y que, de alguna manera, nos dijera que también le duele que le quitemos nuestro aprecio. Generalmente no sucede nada de esto y aún cuando estamos destrozados, es posible que el otro ni si quiera se haya enterado del asunto. Los que verdaderamente sufrimos con el resentimiento somos nosotros, no el otro.
Perdonar es como si soltáramos un ancla. El ancla de nuestros pensamientos, de nuestras acciones, de nuestras emociones. Cuando las personas hablan de perdonar, frecuentemente dicen que se han quitado un peso de encima, esto es porque quien perdona se siente liberado.
El resentimiento es una extraña fantasía de dolor que quizá mantenemos con la esperanza de que la otra persona venga a disculparse, a reconocer su error. Sin embargo la otra persona tiene sus propios argumentos y razones para haber actuado como lo hizo y nuestro resentimiento no va a cambiarlos. Si esa manera de actuar del otro, que tanto nos dolió, es verdaderamente un error del otro, él mismo estará sufriendo las consecuencias, aun cuando aparentemente no lo demuestre, ya que es muy difícil saber lo que pasa en el corazón de otra persona.
Me despido de vosotros con una frase que Henry Wadsworth Longfellow, poeta norteamericano del siglo XIX decía:
“Si nosotros pudiéramos leer la historia secreta de nuestros enemigos, podríamos encontrar en la vida de cada uno de ellos tanta pena y tanto sufrimiento, que sería suficiente para desarmar cualquier hostilidad.”
Gracias, María.
Gracias a ti por leerme. Un abrazo África!
A ti!