Los premios parecen ser más eficaces que los castigos según un estudio de las Universidades de Harvard y Estocolmo.
Aún no he tenido la oportunidad de ser madre para vivir la encomiable experiencia de un educar a un hijo. Sin embargo, he ido comprobando con el paso de los años como mis amigas, primas y ahora mi hermana se enfrentan a diario a esta desafiante tarea con la duda en solitario y a veces en secreto de si podrían hacerlo mejor. Para todas ellas, que en ocasiones me han llamado cabreadísimas, preocupadas y muchísimas muertas de la risa por la travesura de turno; escribo estas líneas.
Disciplina, premios y castigos, límites y normas
A pesar de que nunca antes en la historia de la humanidad la infancia había gozado de tanto bienestar, hoy en día parece que la tarea de educar produce mayores quebraderos de cabeza. Parece obvio, pero merece la pena recordar que, los bebés no nacen sabiendo lo que pueden o no hacer, sino que es algo que van aprendiendo progresivamente. El aprendizaje de lo que pueden hacer o no se realiza básicamente en casa, en familia y son los padres o cuidadores habituales los encargados de enseñar a los hijos las consecuencias de sus conductas. Aquí está la clave: “enseñarles las consecuencias de sus conductas”. Poco a poco, los hijos van a ir aprendiendo y asimilando un esquema:
Conducta + Consecuencia Positiva o Negativa
Se trata de que aprendan a pensar en lo que ocurre después de algo que han hecho, no de que nos obedezcan por miedo a la reprimenda. No obstante, los niños pequeños no tienen la capacidad de autocontrolarse, se frustran con rapidez y frecuencia (rabietas) y en este punto entramos nosotros como parte de su regulación emocional y conductual, mediante el establecimiento de límites y normas. Más adelante, a medida que su desarrollo cognitivo y emocional va avanzando irán siendo capaces de canalizar mejor sus emociones y autorregularse por si mismos.
Así, pues, “premio y castigo” se dirigen a tratar de formar la personalidad del niño, llevándolo a realizar acciones adecuadas y haciéndole rechazar los comportamientos inadecuados.
Es cierto que, entre ambos procedimientos, el más adecuado y que proporciona resultados más satisfactorios es el de el premio pero, también es cierto que en la educación se hacen necesarios los dos tipos de procedimientos. Pero es aconsejable que la recompensa se utilice con mayor intensidad y frecuencia que el castigo. Mediante ésta el niño, va adquiriendo el hábito de las acciones adecuadas. Las acciones que obtienen resultados, que producen satisfacción y agrado, tienden a ser repetidas y a fijarse en el comportamiento.
Mediante el castigo se tratará de conseguir que desaparezcan del comportamiento infantil las conductas que sean socialmente indeseables y se enseñará al niño a distinguir entre lo que es aceptable o no en el medio en que vive. Para que sean efectivos, premios y castigos, deben utilizarse con cuidado, sin excederse en ninguno de ellos y procurando que el niño los comprenda y los encuentre justos. Si los castigos que recibe son justos es el primero en comprender su necesidad y en tratar de asimilarlos positivamente, pero si no lo son pueden despertar en él el rencor y el resentimiento. Lo mismo ocurre con los premios, si los recibe en forma excesiva y sin haberlos merecido auténticamente, es el primero en darse cuenta y en quitarles valor; el peligro es que a largo plazo, termina por no dar tampoco valor a las recompensas merecidas.
A pesar de que los estudios psicológicos han demostrado que la recompensa obtiene resultados más eficaces y duraderos sobre la conducta infantil que el castigo, en la vida diaria los padres hacen uso mucho más frecuente de los castigos que de las recompensas. Puede creerse que esta circunstancia se explica en función de que los niños, por su inmadurez y falta de juicio hacen más acciones merecedoras de castigo que acciones dignas de recompensa, pero…¿esto es realmente así? ; pues no. Lo que en realidad ocurre es que un adulto atareado por las múltiples ocupaciones, no fija su atención en el bebé cuando lo hace bien pero sí cuando lo hace mal y entonces le riñe. Es decir pasamos por alto felicitar por lo “bien” hecho y somos tremendamente escrupulosos por lo “mal” hecho.
He aquí un ejemplo: Guillermo es un niño de tres años. Todavía no va al colegio y se queda en casa con su madre .Ha estado en su habitación jugando tranquilamente durante más de una hora y media; estaba enfrascado uniendo y desuniendo piezas de un juego de arquitectura. Pero el pequeño, como es lógico a su edad, se ha cansado de permanecer realizando lo mismo. Entonces sale de su habitación se dirige a la sala y al entrar tropieza con una mesita baja, tirando el adorno que había encima. Inmediatamente aparece la madre que, mientras estaba jugando pacíficamente, no se acordó de él y le riñe y castiga por su fechoría. Es cierto que Guillermo ha hecho algo que no debía, puesto que sabe que no debe entrar en el salón; por tanto el castigo es justo y adecuado. Pero también es cierto que durante hora y media Guillermo se ha portado como un niño formal y bueno, y sin embargo no ha recibido ninguna recompensa por ello. No se trata de que necesitase que su madre le comprase un regalo por haber estado jugando en su cuarto y sin molestar, pero sí, que su madre le hubiese mostrado su satisfacción por el buen comportamiento que estaba teniendo. De lo contrario, si todo sigue así, Guillermo terminará por no encontrar razón de ser a su buen comportamiento, puesto que sólo se fijan en lo que hace mal.
Esta actitud del adulto ante la recompensa es desgraciadamente demasiado frecuente; generalmente los padres se preocupan por dar premios a sus hijos en determinadas épocas del año: exámenes finales o días especialmente significativos en el seno familiar. Pero lo que los niños necesitan no es este tipo de premios, solamente, sino la aprobación inmediata y frecuente a su buen comportamiento.
Dejo para los padres la elección del tratamiento más adecuado a las diferentes situaciones que se les van a presentar. Y, de todas formas, en caso de duda, aquí estoy para cualquier consulta.